miércoles, 28 de enero de 2015

El agridulce sabor de la despedida



Mientras el gobierno no ha podido llevar a cabo su revolución, el Uruguay aparece renovado: Jamás dos generaciones tuvieron dos concepciones de la historia tan opuestas.
 
Sumado a la condición de grises, nostálgicos y conservadores con que se nos suele pintar a los uruguayos, hecho que tradicionalmente nos convertía en una burbuja de gas inerte 15 o 20 años atrás que el resto de nuestros vecinos más cercanos, una especie de museo viviente, la dictadura militar terminó por congelar durante década y media al Uruguay de los 70. Gran parte de los años de la salida democrática se fueron en la tarea de retomar el ritmo de baguala oriental llegando al final del siglo XX. La entrada del XXI coincidió con el arribo de la izquierda al poder. Muchos batalladores idealistas encontraron por fin el espacio para poner a prueba sus teorías. Tras décadas de atraso las reivindicaciones postergadas por años se amontonaban en agendas cada vez más amplias. Las voces acalladas comenzaban un concierto confuso de justos reclamos que debían atenderse sin descuidar asuntos vitales en la conducción de un país. Sumado a lastres sin resolver que seguían y siguen arrastrándose desde la dictadura encontramos reclamos lo más variopintos de todos los sectores y subsectores, cada vez más compartimentados y contrariados de la sociedad. (Recuerdo ahora al voleo la noticia del reclamo de los vinicultores ante el presidente de turno por la baja en el consumo de vino (hecho este que se me ocurre deseable)). A modo del “destape” ocurrido en España tras la muerte de Franco, esta andanada de libertades desbordadas que se disputaban un desenfrenado protagonismo, marcó en Uruguay la llegada tardía de una nueva forma de ver el mundo: el posmodernismo. Los uruguayos habían visto con sus propios ojos la vulgaridad del poder a la uruguaya. Una porción de militantes pensantes de los sesenta, fermentada en universidades y reductos de transmisión de ideas, como por ejemplo los sindicatosla, había tenido tiempo de madurar tras las rejas o en el exilio y les había convencido de que el poder se encontraba en cada uno de nosotros. Ante esta revelación, que no era nueva, el poder oficial, el que comandaba el relato histórico, quedaba pulverizado. Al poder se lo respeta porque se le teme. Perdido el respeto del poder no queda nada.
En pocas semanas el presidente José Mujica dejará su cargo a su sucesor, Tabaré Vázquez. Según Mujica su gestión le deja un sabor agridulce, pues confiesa que era mucho más lo que pretendía poder hacer y no pudo. Lejos de ser nosotros presidentes de un país, cualquier ciudadano de a pie sabe lo que cuesta llevar a cabo un proyecto ya a nivel doméstico; imaginemos lo que será conducir un estado. Pero más allá de capacidad o no en la conducción, Mujica no previó esta nueva forma de ver el mundo que irrumpió de manera tan feroz y que abrazamos todos sin casi cuestionarla. Quienes no participamos directamente en el gobierno, o sea la inmensa mayoría de los uruguayos, hemos accedido a información muy fragmentada acerca de la más fragmentada realidad. La izquierda en el poder llegó junto a facebook y tweeter, y su nueva forma desentendida de ocuparse de absolutamente todo. Mujica y todos quienes pasamos los cuarenta tenemos grabado a fuego el discurso del relato histórico del poder. Aún para el más tolerante de nosotros, si bien todo podía ser importante, había cosas más importantes que otras. Aunque hace más de 150 años Carlos Marx rompía con la idea de una historia hegemónica concebida por la ilustración a manos de la dialéctica lucha de clases, difícilmente hubiera concebido que las clases llegarían a ser más diversas y numerosas que los pelos de su barba. Imaginemos a un viejo revolucionario de los años 60, intentando cambiar el mundo desde su base, enfrascado en discusiones teóricas, tomando armas o literalmente siendo destrozado por las torturas que le exijamos, por ejemplo, que liberen a Willy. En ocasión de estarse tratando la ley de derechos sexuales, el ministro Huidorbo declaró: “¡Déjate de joder, hermano! Esa agenda la hacen Estados Unidos y la socialdemocracia europea, que inventaron ese radicalismo con las mujeres, los homosexuales, esto y aquello para no hablar de lo que importa realmente. Esa agenda no jode a nadie y somos tan giles que no lo vemos. El problema no está en si los homosexuales sí o los homosexuales no. El problema está entre los homosexuales ricos y los homosexuales pobres. Los homosexuales ricos no tienen ningún problema, nabo, no tienen ningún problema. El problema está en que hay ricos y pobres. Acá lo que pasa es que se olvidaron de la lucha de clases. ¡De la lucha de clases nada menos!”.

Siempre he sentido admiración por ciertas culturas que basan sus decisiones en la experiencia de los mayores. Me alegra mucho que en Uruguay se siga apostando a los viejos pues, uno de los riesgos que implica la visión posmoderna es la de falta de referencias. Es muy difícil poder ubicarse en medio del ruido reinante y, aunque creo que la vida es una experiencia individual, siempre resulta tranquilizador contar con atajos abiertos por otros. Primero Vázquez, luego Mujica, y ahora de nuevo Vázquez, deberían ser una referencia para los jóvenes. Y referencia no significa seguir incondicionalmente, las referencias sirven para ubicarse e incluso tomar el camino contrario. Hemos caído en el engaño de que todo es importante y urgente. Esta vorágine ha arrastrado a Mujica hacia la agridulce desazón. La banalización de la política ha hecho del pensamiento un espectáculo. Y no, Mujica no es un iluminado, es un viejo inteligente, como no quedan muchos. Lástima que hemos tapizado con aplausos las dos o tres verdades que ha dicho en vez de ponernos a pensar. Me queda como consuelo que, aunque luego no sepamos aprovecharlo en todo su potencial, en las últimas elecciones los uruguayos nuevamente han elegido la experiencia ante el ruido.

viernes, 23 de enero de 2015

No me crean nada



En las últimas semanas he estado reflexionando acerca de la distancia justa entre el observador y la realidad; si existe realmente una posición ideal para observar el mundo sin ser engullido por este. En medio de estos pensamientos es que surgió la noticia de las denuncias del fiscal Nisman por corrupción del gobierno argentino. Las derivaciones surgidas del caso, incluída la muerte del propio fiscal, son dignas de una novela de Alejandro Dumas. En medio de intrigas de Palacio y movidas de espionaje y contraespionaje internacional, el gran perjudicado es la Credibilidad. ¿Credibilidad en qué o quien? Pues credibilidad en aquello que creemos, o lo que nos es indicado que hay que creer. Caída la máscara de la credibilidad queda expuesto su verdadero rostro: la credulidad. ¿En quién confiar?  Deberíamos comenzar por dudar de todo, y antes que nada, nuestras propias creencias; por eso este momento es crucial. Nuestro papel como documentalistas debería ser el de sembrar puntos de referencia. ¿Pero nos encontramos nosotros los documentalistas a una distancia justa de la realidad para comprender dónde nos hallamos parados? Lamentablemente cada vez son más los compañeros documentalistas que ocupan cargos de poder dentro de los engranajes estatales de cualquier estado. La proliferación de las leyes de cine, institutos de enseñanza, canales públicos nos han absorbido como mano de obra y nos han torcido el ángulo de enfoque. Nuestras películas están encabezadas por ciertos logotipos que poco tienen que ver con la cinematografía. ¿Cuál es el espacio que debe ocupar el documentalista? Como bien decía mi tío: ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario. El espacio del documentalista debe ser el que los documentalistas construyamos como nuestro propio espacio. Nuestra relación con el poder debe ser de empoderamiento de nuestro propio poder. Sinceramente, hay alguien entre nosotros que se encuentre libre de la máxima “Yo canto la canción de quien me da el pan?
En el último encuentro del ENDOCSXXI en Buenos Aires, el trabajo de la comisión de formación que integro giró en torno a la profundización del estudio de la filosofía en las escuelas de cine. El testimonio de los compañeros brasileños acerca de la experiencia de ese país ponía en evidencia la relativa escasez de profundidad de pensamiento y crítica en el resto de nuestros países. Es por eso que me doy la libertad de citar unas líneas de la Historia de la Filosofía, de Will Durant, que me encuentro leyendo en estos días de agitación política. En el capítulo dedicado a Schopenhauer:
“El lema de la historia debiera ser: Eadem, sed aliter” (Lo mismo pero de otro modo). Aquel para quien los hombres y todas las cosas, en todo momento, no aparecen como puros fantasmas o ilusiones, no tiene capacidad para la filosofía… la verdadera filosofía de la historia consiste en ver que en todos los cambios infinitos y en la abigarrada complejidad de los acontecimientos, no tenemos ante nosotros sino el mismo ser idéntico, inmutable, que hoy persigue los mismos fines que persiguió ayer y que persiguió siempre. El filósofo de la historia, por lo tanto, debe reconocer el mismo carácter en todos los acontecimientos… y a pesar de toda la variedad y las circunstancias especiales de las costumbres, de las maneras y de los vestidos, ha de haber por todas partes la misma humanidad… Bastará haber leído a Herodoto desde un punto de vista filosófico, para haber estudiado la historia suficientemente… siempre y por todas partes el verdadero símbolo de la naturaleza es el círculo, porque éste es el esquema o tipo de la repetición… En general los sabios de todos los tiempos han dicho siempre las mismas cosas, y los tontos, que en todas las épocas forman la inmensa mayoría, han obrado también siempre del mismo modo, es decir, todo lo contrario de lo que dicen los sabios; y así ocurrirá siempre. Porque como dice Voltaire, dejaremos el mundo tan loco y perverso como lo hemos encontrado”.