Colombian way of life
Llevo medio año viviendo en Colombia. Las presentes impresiones las he recibido principalmente de
la ciudad de Cali, del departamento que es capital, Valle del Cauca y de
algunos otros departamentos vecinos de la región sur occidental
del país. Como primer apreciación destaco
la pronunciada influencia del American
way of life en la vida de los colombianos. Por supuesto esto se evidencia primordialmente en las capas medias y altas de la
sociedad. Aunque, de igual modo, las capas más bajas aspiran a los
paradigmas del modo americano. Al contrario de otros países de
Latinoamérica, donde impera el ideal marxista de la lucha de clases, en
Colombia esa dialéctica parece inexistente. Las iglesias de corte evangélico
que pululan en los barrios pobres, con nombres del estilo Iglesia de los Campeones o Iglesia
de los Emprendedores del año 2000, predican el
espíritu de superación y competencia propia del capitalismo. Con ánimo de ganarse el cielo los
jóvenes se empeñan, ellos y sus familias, en aras de conseguir un diploma en alguna de las muchísimas
universidades de oferta. Ricos y pobres se encuentran en una interminable
carrera por acumular créditos y galardones en pos del ascenso social. La cultura ha
sido sustituida por su opuesto: el utilitarismo. Es incluso el actual gobierno quien viene impulsando este modelo, en lo que ha bautizado como Cultura naranja. Muchas voces del mundo de la cultura se han alzado
en críticas. Pero parece innegable que, una vez más, la ley simplemente recoge y se aggiorna con una tendencia que ya era era norma desde bastante antes en la sociedad. Muchos son quienes quedan fuera de carrera. Los
parias de la sociedad deambulan por las calles esperando recibir algún gesto de
caridad o se secan en los pueblos, muy lejos de cualquier atisbo de rebeldía.
Los colombianos viven una buena porción de sus días en los
atascos. El teléfono móvil y el aire acondicionado son el aliado imprescindible
de la clase media para soportar las horas de bochorno varado en la ciudad. Dentro de sus carros viven aislados de lo que sucede afuera, donde decenas de vendedores de refrescos y pasabocas, limpiadores de vidrios, malabaristas o, más
explícitos, los simples mendigos, desfilan entre las líneas de autos que
avanzan como pueden. Detrás de los vidrios negros de los carros se encuentran
aquellos a quienes no es posible verle el rostro. La costumbre de la convivencia en las calles exige bajar la mirada y seguir su camino.
Quienes venimos de sitios más bucólicos del continente
solemos creer que Colombia es una tierra de alegría; que los colombianos son
personas relajadas, que gozan de la música y saben disfrutar la vida. Confieso
que lo que he encontrado no ha sido eso. Quizás sí en su forma, pero no en su
razón. El colombiano es muy trabajador. Es exageradamente trabajador. El afán
por superarse y, ante todo, por mantener el estilo de vida le hace vivir estresado. Sospecho que lo que en verdad no saben es qué hacer con su tiempo
libre. O, lo que es lo mismo, no saben qué hacer con su vida. Hordas de mujeres
con cirugía estética, caballeros con cuerpos esculturales, sonrisas diseñadas,
cocardas a la apariencia mueven un sistema de consumo que no permite un segundo de
respiro. La música, el baile, la alegría y todo aquello que podríamos
leer como símbolo de celebración de una vida plena, no es sino una
manifestación más de la opresión del consumismo en que se hallan atrapados. Por otro lado, parecería ser que para poder disfrutar los frutos de
su trabajo, los colombianos de las clases más acomodadas necesitan aturdirse con
música y fiesta. De esta forma intentan olvidar que muchos de sus negocios, propios o de sus
empleadores, se han favorecido de las brutales políticas de protección de clase
que a lo largo de la historia han aplicado sucesivos gobiernos. Y el término
“brutales” debe entenderse lisa y llanamente como el exterminio selectivo de
cualquier persona crítica al orden de cosas. En Colombia la derecha es el claro
vencedor. No por las reglas de la democracia. Aunque también sea claro vencedor
en las urnas. Los colombianos se hallan lanzados a un futuro del ya mismo.
Su poco contacto con el mundo exterior le hace perder contacto con otras realidades y modelos posibles. Este aislamiento favorece la instauración de peligrosos discursos nacionalistas, peligrosos en primer lugar de fronteras hacia adentro. En Colombia cualquier voz opositora corre peligro de desaparecer. Literal. Con una sociedad distraída en su loca carrera de consumo, las pocas voces
disidentes aún vivas suenan totalmente anacrónicas, por lo que acaban perdiéndose en la selva.
Colombia se perfila
como una gran potencia en Latinoamérica. Es una sombra de los Estados Unidos
bajo la cual muchas fortunas del continente buscan acogerse. Mientras, sus vecinos observan con cautela. El bombardeo de los medios de comunicación acerca del eterno
conflicto social que sucede desde hace décadas en Colombia, con muchas partes implicadas,
hace que la realidad política sea un ruido más dentro del gran concierto de
ruido. Los colombianos continúan en esta carrera que, legítimamente, y con
todas las trampas y zancadillas que permite y no permite la legalidad, ellos
han creado y día a día se empeñan en reforzar.