viernes, 10 de abril de 2020

Un individualista por la Humanidad


Cuando se implora en nombre de la Humanidad, cabe preguntarse ¿existe tal cosa como la Humanidad? ¿Cómo fue que llegamos a esa idea? Durante miles de años los hombres se organizaron en torno a sus miedos. Diferentes dioses fueron creados para protegerse de aquello cuyas causas se desconocía. Las catástrofes naturales eran las grandes amenazas. A mayor imponencia del fenómeno, más poderoso debía ser el dios que la controlara. La más vasta colección de dioses y tormentos de occidente la encontramos en la civilización griega. Este intrincado tejido de causas y expiaciones de la mitología se reflejó en una dinámica organización social. La interacción de diferentes ideas era la norma. Ninguna se imponía como poseedora de una verdad absoluta. De este modo se naturalizó la profundización en el pensamiento, lo que, si se quiere, se vio recompensado por el profundo goce estético. El encuentro con ideas antagonistas no hacía más que redoblar el placer de verse obligado a afinar argumentos, para lanzar desde allí un nuevo desafío. El continuo mutar de las ideas y conceptos, como la democracia, hubieran sido impensables sin tal ejercicio dialéctico. Fue la llegada del monoteísmo la que cambió el juego. La idea de un dios único, omnipresente y omnisciente, ubicó a los creyentes en una vía de un solo sentido. El no poder ver ni comprender el nuevo dios que, además, estaba en todas partes, hizo aparecer a un nuevo cuerpo plenipotenciario. La contradicción de cualidades ante las que cualquiera quedaría perplejo, no hacía otra cosa que confirmar su irrefutable existencia. Evidentemente se hacía necesario un cuerpo de personas —una corporación— que se dedicara profesionalmente a investigar cómo operaba ese dios. A partir de ese momento quedó instaurado el posicionamiento de los teólogos como intermediarios con la divinidad. Con ellos, la creación del Ideal. El poder no radica en las ideas ­­­—pues las ideas son entes abstractos—, sino en quienes logran imponer su interpretación.
Si hacemos un fugaz repaso a dos mil años de historia, veremos cómo la idea de verdad única, o, mejor dicho, única interpretación de una abstracción, nos ha conducido a la más elevada idea de nuestra moderna civilización: la idea de Humanidad. Este repaso no necesita más que fugacidad, pues la historia se ha encargado una y otra vez de mostrarnos que en todo momento no hacemos más que asistir a una cíclica repetición de lo mismo. La idea que nos hemos hecho de Dios, la idea de Patria, la idea de Familia— hasta la propia idea de Humanidad o la idea de Libertad— y toda idea ante la que sintamos en nuestra alma un cierto estremecimiento, no es solamente más que eso, una idea, algo abstracto e inerte. Ante esto no podemos más que sospechar. Si observamos no las ideas, sino las palabras, advertiremos que las mayúsculas las hemos puesto nosotros. Por más que creamos en esas ideas, nada nos debería impedir escribir palabras con minúscula en nuestra intimidad. Pensemos en la palabra Idea. Escrita con mayúscula deja de ser una palabra que yo elijo utilizar para convertirse en un ente al que yo doy vida, una autoridad que domina mi forma de pensar y actuar. El idealismo poco tiene que ver con las ideas y todo que ver con la moral. Si al leer este artículo usted se ha preguntado “¿cómo es posible que alguien esté dudando de que haya Humanidad?”, es porque posiblemente usted esté pensando en sus seres queridos, o en los no queridos, o en sus vecinos, o en usted mismo. ¿Es usted la Humanidad? ¿Son sus vecinos la Humanidad? Me imagino que estaremos de acuerdo que Hitler o Stalin no son parte de la Humanidad… ¿Entonces quién es la Humanidad?
Por estos días el mundo parece haber sido puesto en jaque ante la amenaza global del Coronavirus. Las afirmaciones en cuanto a la gravedad del asunto, en uno y otro sentido, son contradictorias. Parte del problema del mundo de hoy es, justamente, la dudosa fiabilidad de las fuentes de información. Si nos atenemos a las medidas impuestas por la mayoría de los gobiernos en el mundo, parecería ser que, al igual de lo que venimos analizando, los estados también se están parapetando detrás de ideas indiscutibles, en este caso, la causa de la Humanidad, o de la Salud, o de la Vida. Aclaremos que solo nos estamos manejando con interpretaciones de autoridades de nuestro hemisferio occidental. Los gobiernos han impuesto a la población el aislamiento en sus hogares para intentar ralentizar la cadena de contagios ante la saturación de puestos de atención hospitalaria, a la vez que se gana tiempo en el desarrollo de una vacuna efectiva contra la enfermedad. Es interesante hacer notar el papel que, como nunca, está llevando a cabo la población en la difusión del problema y las estrategias para su combate. La interconectividad y el acceso a la información que proporciona la internet y los teléfonos inteligentes también están contribuyendo a la confusión, desproporción y sensación de alarma general. Parecería ser que, una vez más, estamos actuando por reacción. Estamos asumiendo ideas y comportamientos sin cuestionar mínimamente su validez o pertenencia. Otra vez se está invocando —estamos invocando— la idea totalizante, los fantasmas, los abstractos, el Ideal ahora en forma de Humanidad. ¿Quién es capaz de, en medio del pánico general, ponerse a cuestionar un Ideal? ¡Usted no es Humano! Estamos aceptando por enésima vez una interpretación que hemos absorbido e internalizada como propia. ¿Es que acaso no es el uso de la inteligencia lo más distintivo de ser humano? Si no lo hago yo, difícilmente el poder va a incentivar el uso de la mi inteligencia. Salvo que la necesite para sí, claro. La inteligencia es exclusividad del Estado —su principal repartición es Inteligencia—. Tiene reservado, digamos, su monopolio. ¡Pero vamos!, si por la Humanidad estamos llamados a sacrificar nuestras vidas, ¡al menos deberíamos preguntarnos qué es la Humanidad!
Al comienzo del párrafo anterior me referí al “mundo” y me pregunto ahora por su significado. Hago el ejercicio de mirar por la ventana: el mundo que veo son las casas de enfrente, algún vecino que pasa, árboles, un auto por allí, otro auto por allá. Todo parece estar más o menos en orden, al menos aquí y ahora. Ante cualquier objeción —que estoy seguro las hay— podríamos preguntarnos entonces qué deberíamos abarcar al referirnos al mundo. Mundo: desde dónde, hasta dónde. El zoólogo Desmond Morris en su libro “El mono desnudo” (1957), propone que “…tomen las libretas de direcciones de un centenar de ciudadanos de diferentes tipos y cuenten el número de amigos personales que figuran en la lista. Descubrirán que casi todos conocen aproximadamente el mismo número de individuos, y que este número se aproxima al que atribuimos a un pequeño grupo tribal. En otras palabras: incluso en nuestros contactos sociales observamos las normas biológicas básicas de nuestros remotos antepasados.” Morris observó que el “nivel correcto de nuestra especie” se ubica entre 40 a 100 integrantes, al comparar nuestra sociabilidad con la de los primates. Y agrega: “Naturalmente, existen excepciones a esta regla: individuos profesionalmente interesados en establecer el mayor número posible de contactos personales; personas con defectos de comportamiento que las hacen ser anormalmente tímidas o retraídas, o gente cuyos especiales problemas psicológicos les impiden conseguir las esperadas recompensas sociales de sus amigos, y que tratan de compensarlo mediante una frenética «sociabilidad» en todas direcciones. Pero estos tipos representan únicamente una pequeña proporción de las poblaciones de los pueblos y ciudades.” El trabajo fue publicado en 1957, en un mundo bastante diferente al de hoy. La pregunta que se impone es ¿cómo podemos lidiar sanamente con varias veces ese número “correcto” de relaciones (a través de las redes sociales y otros) y obtener de ellos una idea inmunizada de “problemas psicológicos” y acertada del acontecer del mundo? Tengamos en cuenta, además, que las excepciones que apunta Morris son hoy la regla. Como complemento a este ejemplo, añadiremos otro concepto planteado en los años 40, referido al tamaño humano. La “Carta de Atenas” fue un estudio acerca de la calidad de vida en las ciudades. Un grupo de expertos urbanistas y arquitectos analizaron el funcionamiento de las más representativas metrópolis de la época, estudiaron las dinámicas sociales que fomentaban, evaluaron la calidad de la vida de sus ciudadanos, en fin…, la conclusión no podía haber sido otra: habría que tirarlas abajo y empezar de cero. Ante la pregunta de ¿cuál sería la medida humana de una ciudad?, la respuesta de Le Corbusier, famoso arquitecto encargado de la redacción del documento final, fue bien categórica: la que, en una punta uno y en la otra otro, dos personas se pudieran comunicar mediante la voz. Tomando en cuenta lo humanamente desproporcionado de las ciudades en las que habita la inmensa mayoría de la población mundial —y aquí el término “humanamente” no es una abstracción, pues se ha argumentado su valor—, sumada a la multitudinaria comunidad personal que muchos de nosotros hemos construido mediante la tecnología, podemos preguntarnos sobre el asidero de la idea que tenemos acerca del “mundo”. ¿Forma parte de nuestro mundo acaso lo que le sucede a millones de chinos? De ser así ¿qué posición tomaremos frente a los nuevos planes de estudios secundarios de Lesotho? ¿Cómo debo actuar ante el despido de trabajadores de correos una ciudad cercana a Manchester? Una respuesta responsable debería ser “No lo sé. Déjeme pensarlo.” Desde el descubrimiento de las herramientas, la carrera tecnológica del hombre ha consistido en alcanzar dos metas —qué básicamente son la misma— más rápido y más lejos. Si aún continuamos “en esas”, todo parece indicar que las metas aún no se han alcanzado. Resultaría entonces más acertado decir que la meta consiste en simplemente perseguir una meta, casi mecánicamente. De esta concepción materialista —y mecanicista—de la historia, intrínsecamente capitalista y humana, no escapa siquiera el más acérrimo de sus críticos.
Si reconocemos que no son las ideas sino sus interpretaciones las que acaban determinando nuestra percepción del mundo y nuestro accionar en consecuencia, notaremos que el mundo en que vivimos es un sistema simbólico. Este sistema es el lenguaje; pensamos gracias a él y organizamos nuestra vida de acuerdo a la sintaxis con que ordenemos sus símbolos. Los símbolos son creados y modificados por nosotros mismos, y son ellos quienes a su vez nos crean y modifican a nosotros. El lenguaje es el terreno de batalla exclusivo del hombre. Es el apoderamiento del lenguaje —la interpretación de los símbolos— lo que otorga poder. Vale la pena experimentar con el lenguaje y observar cómo opera en nuestra psiquis. Si escribimos dios, patria, bandera, familia, libertad, etc. obviando el uso de mayúsculas estaremos generando un destronamiento de un Ideal. Otorgar mayúsculas a una palabra es despojarla de su utilidad —nos es útil a nosotros— para elevarla por sobre lo demás —y en lo demás estamos nosotros, siendo ahora nosotros los útiles a la palabra—.  Al “pensar en minúsculas” rompemos el límite impuesto por el lenguaje. Como un observar desde la inocencia, lejos de pensar en una degradación de los símbolos, o una irrespetuosidad, para un niño, que aún nada conoce, es igual de intrigante un reglamento municipal de tránsito como las tripas de una rana —aunque la experiencia parece indicar que esto último lo es más—. Pensando en minúsculas rompemos con un límite artificial. Nos liberamos de él a la vez que imponemos un nuevo límite, el nuestro propio, el de cada uno de nosotros. Todo límite es ineludiblemente un comienzo. La propia libertad es inconcebible sin límites —libertad con minúscula—. Dentro de sus facultades, cada cual puede sentirse llamado a estudiar por sí mismo el asunto y decidir cómo aquello debería afectarle. Es, hasta si se quiere, la única forma que conozco de definir y vivir la ética.
En momentos en que muchas voces claman por la solidaridad del Estado para enfrentar la crisis, solidaridad con los necesitados y con otros Estados, hay que preguntarse de qué forma podría otorgar el Estado algo que le es inconcebible, pues es algo para lo que no ha sido creado. La solidaridad una entelequia exclusivamente humana; es un sentimiento de profundo compromiso acompañado de un accionar en consecuencia. La solidaridad no puede ser impuesta a la fuerza, solamente puede manifestarse en un individuo luego realizado un proceso de toma de conciencia. La solidaridad va más allá de “dar una mano” —eso sí lo podría hacer del Estado—; es una práctica diaria, como ya dijimos, una ética. Atendiendo a la experiencia, la suya y la de otros, el ser solidario intenta evitar el tránsito por caminos que levanten polvareda. Especialmente aquellos en cuya vera los vecinos cuelgan la ropa para secar al sol. Podría decirse que, paradójicamente, el solidario es el único ser con derecho a lanzar la primera piedra.
Vivir la vida en torno los medios de comunicación y a las redes sociales puede hacernos perder de vista el mundo real. Definimos como mundo real aquel espacio que, de acuerdo al conocimiento de nuestras propias capacidades —el dictado de nuestras propias energías sobre hasta dónde llega nuestro “más rápido y más lejos”— nos influye y sobre el que influimos en la cotidianidad. Tal alejamiento del mundo real acaba por alejarnos de nosotros mismos, convirtiéndonos en otros, fragmentándonos en millones de yos que deben atender a infinitos problemas a los que ni sabemos, ni nos preguntamos, cómo llegamos. Bauman se refiere a este proceso como “de individualización”. En aparente oposición a ideas totalizantes como la de Humanidad, cada persona actúa egoístamente en función de sí mismo, buscando abrazar un modelo que, creyendo propio, nuevamente le ha sido impuesto por terceros. Esto de por sí no es condenable moralmente, sino que, otra vez, es el Ideal quien nos controla y no nosotros quienes utilizamos la idea para nuestro enriquecimiento. En medio de estos dos polos, o ajeno a ambos, se ubica el individualismo. En la base de esta filosofía —que algunos llaman egoísmo consciente— hallamos la vieja ecuación de un dios para cada tormento. Aunque en este caso se profundiza en la fragmentación. Partiendo del análisis de la sociedad y cuestionándose acerca de la mínima célula requerida para el funcionamiento de un grupo, el individualista llega a la idea del individuo. El individuo es la mínima unidad de consciencia e independencia. Tratándose de un no-Ideal, o sea, del reconocimiento de una condición natural, ineludible y no sujeta a interpretaciones, el individuo no se encarama a ningún pedestal —sería una contradicción—, así como no lo hace con ningún otro individuo. Lo que muchos podrían ver como insurrección, para el individualista la relación con la autoridad es de simple reconocimiento de competencias. Al individualista no necesariamente le impone ningún respeto un uniforme, pues él se guarda el derecho de interpretar su significado. Ahora, no tiene ningún reparo en pedir ayuda a un bombero para bajar su gato del árbol. A pesar de que la palabra individualismo termina en “ismo”, se trata de la única filosofía y posición política que no milita ni busca adeptos. Resultaría ridículo hacer campaña por que las personas adopten el ser individuos. Pero no es tan fácil reconocerse como lo que uno es y cultivarse libremente para seguir siéndolo. Sin falsos hedonismos, el individualista tiene una profunda conciencia de sí mismo, lo que equivale a decir conciencia del otro. Como tal se goza y goza de los otros en libertad. Pero como tal sufre con el infortunio de los otros. Conocedor de sus propias fuerzas, muchas veces se abstiene de intervenir recibiendo el duro golpe que la realidad descarga a los deseos. Su mayor ayuda es a la vez su mayor carga: el servir de ejemplo —o el vivir de acuerdo a su consciencia—. Habiéndose reconocido como individualidad —indivisible, irreductible a conceptos como “mi ser”— es cuando se puede tomar conciencia del enorme potencial de la unión con los semejantes (que semejantes no es iguales). Aunque en los papeles el individualismo, como corriente, es irreconciliable con el socialismo, en la definición de socialismo expresada por Lenin, “cooperativa de hombres cultos”, los extremos llegan a tocarse.
Una vez derribada la idea de Humanidad y devenida en simple humanidad, surge la pregunta un poco más cercana y manejable —humana— de qué puedo hacer yo para “dar una mano” comprometida, real y solidaria. Qué haría un individualista. Primero se reservaría para sí mismo la rotulación de “problema” para un evento cualquiera. Se valdría de su raciocinio e información, cerciorándose de sus fuentes, y realizaría un cálculo de sus fuerzas y la de sus socios. Solamente entonces emprendería el camino más seguro para alcanzar una solución. Me gustaría creer que en una sociedad de este tipo muchos problemas jamás se presentarían, pues, en los papeles, la única regla bajo la cual el individualista se acoge, es que no acepta ninguna clase de explotación sin consentimiento; y este es siempre el gran causante de infelicidad. Pues bien, ante el problema del Coronavirus y la Humanidad, un individualista diría, por ejemplo: ¿Es que alguien tiene idea de cuánto es 8 mil millones de personas? ¿Y tiene alguien autoridad para decidir cómo debe vivir la vida toda esa gente? Evidentemente la solución escapa a lo que yo tengo a mano. De todos modos —y a título totalmente personal— lo que yo pudiera hacer, lo vengo haciendo desde hace ya bastante. Eso espero.

1 comentarios:

A las 25 de abril de 2020, 6:41 , Blogger Unknown ha dicho...

ya te comente alguna vez que sos un gran escritor.
Pero reflexionando sobre tu exposición mi pregunta sería "como reaccionaría un científico frente a su individualismo ? o mejor dicho cual seria su responsabilidad frente a esta pandemia?
Tiene derecho a pensar diferente ?
Habrá un antes y un después ?

 

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