Cuando se implora en nombre de la Humanidad, cabe
preguntarse ¿existe tal cosa como la Humanidad? ¿Cómo fue que llegamos a esa
idea? Durante miles de años los hombres se organizaron en torno a sus miedos. Diferentes
dioses fueron creados para protegerse de aquello cuyas causas se desconocía.
Las catástrofes naturales eran las grandes amenazas. A mayor imponencia del
fenómeno, más poderoso debía ser el dios que la controlara. La más vasta
colección de dioses y tormentos de occidente la encontramos en la civilización griega.
Este intrincado tejido de causas y expiaciones de la mitología se reflejó en una
dinámica organización social. La interacción de diferentes ideas era la norma. Ninguna
se imponía como poseedora de una verdad absoluta. De este modo se naturalizó la
profundización en el pensamiento, lo que, si se quiere, se vio recompensado por
el profundo goce estético. El encuentro con ideas antagonistas no hacía más que
redoblar el placer de verse obligado a afinar argumentos, para lanzar desde
allí un nuevo desafío. El continuo mutar de las ideas y conceptos, como la
democracia, hubieran sido impensables sin tal ejercicio dialéctico. Fue la
llegada del monoteísmo la que cambió el juego. La idea de un dios único, omnipresente
y omnisciente, ubicó a los creyentes en una vía de un solo sentido. El no poder
ver ni comprender el nuevo dios que, además, estaba en todas partes, hizo
aparecer a un nuevo cuerpo plenipotenciario. La contradicción de cualidades
ante las que cualquiera quedaría perplejo, no hacía otra cosa que confirmar su
irrefutable existencia. Evidentemente se hacía necesario un cuerpo de personas
—una corporación— que se dedicara profesionalmente a investigar cómo operaba
ese dios. A partir de ese momento quedó instaurado el posicionamiento de los teólogos
como intermediarios con la divinidad. Con ellos, la creación del Ideal. El
poder no radica en las ideas —pues las ideas son entes abstractos—, sino en
quienes logran imponer su interpretación.
Si hacemos un fugaz repaso a dos mil años de
historia, veremos cómo la idea de verdad única, o, mejor dicho, única
interpretación de una abstracción, nos ha conducido a la más elevada idea de
nuestra moderna civilización: la idea de Humanidad. Este repaso no necesita más
que fugacidad, pues la historia se ha encargado una y otra vez de mostrarnos
que en todo momento no hacemos más que asistir a una cíclica repetición de lo
mismo. La idea que nos hemos hecho de Dios, la idea de Patria, la idea de
Familia— hasta la propia idea de Humanidad o la idea de Libertad— y toda idea
ante la que sintamos en nuestra alma un cierto estremecimiento, no es solamente
más que eso, una idea, algo abstracto e inerte. Ante esto no podemos más que
sospechar. Si observamos no las ideas, sino las palabras, advertiremos que las
mayúsculas las hemos puesto nosotros. Por más que creamos en esas ideas, nada
nos debería impedir escribir palabras con minúscula en nuestra intimidad. Pensemos
en la palabra Idea. Escrita con mayúscula deja de ser una palabra que yo elijo
utilizar para convertirse en un ente al que yo doy vida, una autoridad que
domina mi forma de pensar y actuar. El idealismo poco tiene que ver con las
ideas y todo que ver con la moral. Si al leer este artículo usted se ha
preguntado “¿cómo es posible que alguien esté dudando de que haya Humanidad?”,
es porque posiblemente usted esté pensando en sus seres queridos, o en los no
queridos, o en sus vecinos, o en usted mismo. ¿Es usted la Humanidad? ¿Son sus
vecinos la Humanidad? Me imagino que estaremos de acuerdo que Hitler o Stalin
no son parte de la Humanidad… ¿Entonces quién es la Humanidad?
Por estos días el mundo parece haber sido puesto
en jaque ante la amenaza global del Coronavirus. Las afirmaciones en cuanto a
la gravedad del asunto, en uno y otro sentido, son contradictorias. Parte del
problema del mundo de hoy es, justamente, la dudosa fiabilidad de las fuentes
de información. Si nos atenemos a las medidas impuestas por la mayoría de los
gobiernos en el mundo, parecería ser que, al igual de lo que venimos
analizando, los estados también se están parapetando detrás de ideas
indiscutibles, en este caso, la causa de la Humanidad, o de la Salud, o de la
Vida. Aclaremos que solo nos estamos manejando con interpretaciones de autoridades
de nuestro hemisferio occidental. Los gobiernos han impuesto a la población el
aislamiento en sus hogares para intentar ralentizar la cadena de contagios ante
la saturación de puestos de atención hospitalaria, a la vez que se gana tiempo
en el desarrollo de una vacuna efectiva contra la enfermedad. Es interesante
hacer notar el papel que, como nunca, está llevando a cabo la población en la
difusión del problema y las estrategias para su combate. La interconectividad y
el acceso a la información que proporciona la internet y los teléfonos
inteligentes también están contribuyendo a la confusión, desproporción y
sensación de alarma general. Parecería ser que, una vez más, estamos actuando por
reacción. Estamos asumiendo ideas y comportamientos sin cuestionar mínimamente
su validez o pertenencia. Otra vez se está invocando —estamos invocando— la
idea totalizante, los fantasmas, los abstractos, el Ideal ahora en forma de
Humanidad. ¿Quién es capaz de, en medio del pánico general, ponerse a cuestionar
un Ideal? ¡Usted no es Humano! Estamos aceptando por enésima vez una interpretación
que hemos absorbido e internalizada como propia. ¿Es que acaso no es el uso de
la inteligencia lo más distintivo de ser humano? Si no lo hago yo, difícilmente
el poder va a incentivar el uso de la mi inteligencia. Salvo que la necesite
para sí, claro. La inteligencia es exclusividad del Estado —su principal
repartición es Inteligencia—. Tiene reservado, digamos, su monopolio. ¡Pero vamos!,
si por la Humanidad estamos llamados a sacrificar nuestras vidas, ¡al menos
deberíamos preguntarnos qué es la Humanidad!
Al comienzo del párrafo anterior me referí al “mundo” y me pregunto ahora
por su significado. Hago el ejercicio de mirar por la ventana: el mundo que veo
son las casas de enfrente, algún vecino que pasa, árboles, un auto por allí,
otro auto por allá. Todo parece estar más o menos en orden, al menos aquí y
ahora. Ante cualquier objeción —que estoy seguro las hay— podríamos
preguntarnos entonces qué deberíamos abarcar al referirnos al mundo. Mundo:
desde dónde, hasta dónde. El zoólogo Desmond Morris en su libro “El mono
desnudo” (1957), propone que “…tomen las libretas de direcciones de un centenar de
ciudadanos de diferentes tipos y cuenten el número de amigos personales que
figuran en la lista. Descubrirán que casi todos conocen aproximadamente el
mismo número de individuos, y que este número se aproxima al que atribuimos a
un pequeño grupo tribal. En otras palabras: incluso en nuestros contactos
sociales observamos las normas biológicas básicas de nuestros remotos
antepasados.” Morris observó que el “nivel correcto de nuestra especie” se
ubica entre 40 a 100 integrantes, al comparar nuestra sociabilidad con la de
los primates. Y agrega: “Naturalmente, existen excepciones a esta regla:
individuos profesionalmente interesados en establecer el mayor número posible
de contactos personales; personas con defectos de comportamiento que las hacen
ser anormalmente tímidas o retraídas, o gente cuyos especiales problemas
psicológicos les impiden conseguir las esperadas recompensas sociales de sus
amigos, y que tratan de compensarlo mediante una frenética «sociabilidad» en
todas direcciones. Pero estos tipos representan únicamente una pequeña
proporción de las poblaciones de los pueblos y ciudades.” El trabajo fue
publicado en 1957, en un mundo bastante diferente al de hoy. La pregunta que se
impone es ¿cómo podemos lidiar sanamente con varias veces ese número “correcto”
de relaciones (a través de las redes sociales y otros) y obtener de ellos una
idea inmunizada de “problemas psicológicos” y acertada del acontecer del mundo?
Tengamos en cuenta, además, que las excepciones que apunta Morris son hoy la
regla. Como complemento a este ejemplo, añadiremos otro concepto planteado en los años 40, referido al tamaño humano. La “Carta de Atenas” fue un estudio acerca de la calidad de vida en
las ciudades. Un grupo de expertos urbanistas y arquitectos analizaron el
funcionamiento de las más representativas metrópolis de la época, estudiaron las
dinámicas sociales que fomentaban, evaluaron la calidad de la vida de sus
ciudadanos, en fin…, la conclusión no podía haber sido otra: habría que tirarlas abajo y empezar de cero. Ante la pregunta de ¿cuál sería
la medida humana de una ciudad?, la respuesta de Le Corbusier, famoso
arquitecto encargado de la redacción del documento final, fue bien categórica:
la que, en una punta uno y en la otra otro, dos personas se pudieran comunicar
mediante la voz. Tomando en cuenta lo humanamente desproporcionado de las
ciudades en las que habita la inmensa mayoría de la población mundial —y aquí
el término “humanamente” no es una abstracción, pues se ha argumentado su
valor—, sumada a la multitudinaria comunidad personal que muchos de nosotros
hemos construido mediante la tecnología, podemos preguntarnos sobre el asidero
de la idea que tenemos acerca del “mundo”. ¿Forma parte de nuestro mundo acaso
lo que le sucede a millones de chinos? De ser así ¿qué posición tomaremos frente
a los nuevos planes de estudios secundarios de Lesotho? ¿Cómo debo actuar ante
el despido de trabajadores de correos una ciudad cercana a Manchester? Una
respuesta responsable debería ser “No lo sé. Déjeme pensarlo.” Desde el
descubrimiento de las herramientas, la carrera tecnológica del hombre ha
consistido en alcanzar dos metas —qué básicamente son la misma— más rápido y
más lejos. Si aún continuamos “en esas”, todo parece indicar que las metas aún
no se han alcanzado. Resultaría entonces más acertado decir que la meta
consiste en simplemente perseguir una meta, casi mecánicamente. De esta
concepción materialista —y mecanicista—de la historia, intrínsecamente
capitalista y humana, no escapa siquiera el más acérrimo de sus críticos.
Si reconocemos que no son las ideas sino sus
interpretaciones las que acaban determinando nuestra percepción del mundo y
nuestro accionar en consecuencia, notaremos que el mundo en que vivimos es un
sistema simbólico. Este sistema es el lenguaje; pensamos gracias a él y organizamos
nuestra vida de acuerdo a la sintaxis con que ordenemos sus símbolos. Los símbolos
son creados y modificados por nosotros mismos, y son ellos quienes a su vez nos
crean y modifican a nosotros. El lenguaje es el terreno de batalla exclusivo
del hombre. Es el apoderamiento del lenguaje —la interpretación de los
símbolos— lo que otorga poder. Vale la pena experimentar con el lenguaje y
observar cómo opera en nuestra psiquis. Si escribimos dios, patria, bandera,
familia, libertad, etc. obviando el uso de mayúsculas estaremos generando un
destronamiento de un Ideal. Otorgar mayúsculas a una palabra es despojarla de
su utilidad —nos es útil a nosotros— para elevarla por sobre lo demás —y en lo
demás estamos nosotros, siendo ahora nosotros los útiles a la palabra—. Al “pensar en minúsculas” rompemos el límite impuesto
por el lenguaje. Como un observar desde la inocencia, lejos de pensar en una
degradación de los símbolos, o una irrespetuosidad, para un niño, que aún nada
conoce, es igual de intrigante un reglamento municipal de tránsito como las
tripas de una rana —aunque la experiencia parece indicar que esto último lo es
más—. Pensando en minúsculas rompemos con un límite artificial. Nos liberamos
de él a la vez que imponemos un nuevo límite, el nuestro propio, el de cada uno
de nosotros. Todo límite es ineludiblemente un comienzo. La propia libertad es
inconcebible sin límites —libertad con minúscula—. Dentro de sus facultades, cada
cual puede sentirse llamado a estudiar por sí mismo el asunto y decidir cómo
aquello debería afectarle. Es, hasta si se quiere, la única forma que conozco
de definir y vivir la ética.
En momentos en que muchas voces claman por la solidaridad
del Estado para enfrentar la crisis, solidaridad con los necesitados y con
otros Estados, hay que preguntarse de qué forma podría otorgar el Estado algo que
le es inconcebible, pues es algo para lo que no ha sido creado. La solidaridad una
entelequia exclusivamente humana; es un sentimiento de profundo compromiso
acompañado de un accionar en consecuencia. La solidaridad no puede ser impuesta
a la fuerza, solamente puede manifestarse en un individuo luego realizado un
proceso de toma de conciencia. La solidaridad va más allá de “dar una mano”
—eso sí lo podría hacer del Estado—; es una práctica diaria, como ya dijimos, una
ética. Atendiendo a la experiencia, la suya y la de otros, el ser solidario
intenta evitar el tránsito por caminos que levanten polvareda. Especialmente
aquellos en cuya vera los vecinos cuelgan la ropa para secar al sol. Podría decirse
que, paradójicamente, el solidario es el único ser con derecho a lanzar la
primera piedra.
Vivir la vida en torno los medios de comunicación y
a las redes sociales puede hacernos perder de vista el mundo real. Definimos
como mundo real aquel espacio que, de acuerdo al conocimiento de nuestras
propias capacidades —el dictado de nuestras propias energías sobre hasta dónde
llega nuestro “más rápido y más lejos”— nos influye y sobre el que influimos en
la cotidianidad. Tal alejamiento del mundo real acaba por alejarnos de nosotros
mismos, convirtiéndonos en otros, fragmentándonos en millones de yos que deben
atender a infinitos problemas a los que ni sabemos, ni nos preguntamos, cómo
llegamos. Bauman se refiere a este proceso como “de individualización”. En
aparente oposición a ideas totalizantes como la de Humanidad, cada persona
actúa egoístamente en función de sí mismo, buscando abrazar un modelo que,
creyendo propio, nuevamente le ha sido impuesto por terceros. Esto de por sí no
es condenable moralmente, sino que, otra vez, es el Ideal quien nos controla y
no nosotros quienes utilizamos la idea para nuestro enriquecimiento. En medio
de estos dos polos, o ajeno a ambos, se ubica el individualismo. En la base de
esta filosofía —que algunos llaman egoísmo consciente— hallamos la vieja
ecuación de un dios para cada tormento. Aunque en este caso se profundiza en la
fragmentación. Partiendo del análisis de la sociedad y cuestionándose acerca de
la mínima célula requerida para el funcionamiento de un grupo, el
individualista llega a la idea del individuo. El individuo es la mínima unidad
de consciencia e independencia. Tratándose de un no-Ideal, o sea, del
reconocimiento de una condición natural, ineludible y no sujeta a
interpretaciones, el individuo no se encarama a ningún pedestal —sería una
contradicción—, así como no lo hace con ningún otro individuo. Lo que muchos
podrían ver como insurrección, para el individualista la relación con la
autoridad es de simple reconocimiento de competencias. Al individualista no necesariamente
le impone ningún respeto un uniforme, pues él se guarda el derecho de
interpretar su significado. Ahora, no tiene ningún reparo en pedir ayuda a un
bombero para bajar su gato del árbol. A pesar de que la palabra individualismo termina
en “ismo”, se trata de la única filosofía y posición política que no milita ni
busca adeptos. Resultaría ridículo hacer campaña por que las personas adopten
el ser individuos. Pero no es tan fácil reconocerse como lo que uno es y cultivarse
libremente para seguir siéndolo. Sin falsos hedonismos, el individualista tiene
una profunda conciencia de sí mismo, lo que equivale a decir conciencia del
otro. Como tal se goza y goza de los otros en libertad. Pero como tal sufre con
el infortunio de los otros. Conocedor de sus propias fuerzas, muchas veces se
abstiene de intervenir recibiendo el duro golpe que la realidad descarga a los
deseos. Su mayor ayuda es a la vez su mayor carga: el servir de ejemplo —o el
vivir de acuerdo a su consciencia—. Habiéndose reconocido como individualidad
—indivisible, irreductible a conceptos como “mi ser”— es cuando se puede tomar
conciencia del enorme potencial de la unión con los semejantes (que semejantes
no es iguales). Aunque en los papeles el individualismo, como corriente, es
irreconciliable con el socialismo, en la definición de socialismo expresada por
Lenin, “cooperativa de hombres cultos”, los extremos llegan a tocarse.
Una vez derribada la idea de Humanidad y devenida
en simple humanidad, surge la pregunta un poco más cercana y manejable —humana—
de qué puedo hacer yo para “dar una mano” comprometida, real y solidaria. Qué
haría un individualista. Primero se reservaría para sí mismo la rotulación de
“problema” para un evento cualquiera. Se valdría de su raciocinio e
información, cerciorándose de sus fuentes, y realizaría un cálculo de sus
fuerzas y la de sus socios. Solamente entonces emprendería el camino más seguro
para alcanzar una solución. Me gustaría creer que en una sociedad de este tipo
muchos problemas jamás se presentarían, pues, en los papeles, la única regla
bajo la cual el individualista se acoge, es que no acepta ninguna clase de
explotación sin consentimiento; y este es siempre el gran causante de
infelicidad. Pues bien, ante el problema del Coronavirus y la Humanidad, un
individualista diría, por ejemplo: ¿Es que alguien tiene idea de cuánto es 8
mil millones de personas? ¿Y tiene alguien autoridad para decidir cómo debe vivir
la vida toda esa gente? Evidentemente la solución escapa a lo que yo tengo a
mano. De todos modos —y a título totalmente personal— lo que yo pudiera hacer,
lo vengo haciendo desde hace ya bastante. Eso espero.