lunes, 30 de marzo de 2020

Yo te dono ésta

Mi sonidista Fernando Serkhochian y yo, en el rodaje de Dos horas antes del alba.

En un fogón de campamento de aquellos veranos salió el tema de la donación de órganos. Como siempre, Vicente, “el único”, se cortó con sus provocaciones: “yo sí voy a donar todo, pero a cada cosa le voy a poner un precio ¿sabés lo que gana un médico por un trasplante?”

En estos días reina en el mundo una histeria colectiva en torno a un virus. Más allá de los aspectos científicos, en lo que atañe al ángulo de lo cinematográfico, la situación se parece demasiado a lo que los cineastas hemos venido construyendo desde hace décadas. Un arma bacteriológica amenazando al mundo con la desaparición ya es fórmula harto repetida. Y por eso hemos venido pagando una y otra vez. Poco da que sea bacteria, virus, marciano o comunista o pobre. La industria del entretenimiento, de la que muchos nos resistimos a ser parte, se ha encargado de espectacularizar absolutamente todo. Cabe imaginar la excitación que sentirá la mayoría al verse ahora convertido en el muchachito o la muchachita de la película. En medio millones de estúpidos y locos la que continúa enriqueciéndose es la dupla fatal vaticinada por Umberto Eco como gobierno del futuro: la mezcla de Disney y Microsoft. Como cineasta, yo intenté siempre no contribuir a ese mundo. Tampoco voy a hacerlo ahora.
Me he enterado que muchos colegas han “liberado” sus películas en avalancha, como un gesto humanitario o algo así. Como es claro que cada cual es libre de hacer lo que le plazca yo he decidido que no me sumo a la medida. Entiendo que en estos tiempos de sobresaturación no se trata de sumar, sino, al contrario, de dejar de volcar basura. El ruido es demasiado y yo no quiero aumentarlo. Así sea por salud. Mis películas han estado siempre a mano. Y a mano seguirán estando. Yo ya he dado todo lo que debía dar en cada una de ellas. Más no puedo hacer. Y tampoco depende de mí. Como dice Nanni Moretti “el culpable es el público”... Salvo unos pocos incautos, ni mis hermanos, ni mis padres, ni mis parientes, ni mis amigos, ni mis colegas, ni mis vecinos, ni casi absolutamente nadie se interesó alguna vez en echar una mirada a lo que hago. Y me pregunto yo, ahora, que se acaba el mundo ¿es que habrá alguien tan estúpido como para perder los últimos instantes de su vida viendo mi basura? Sinceramente yo no lo haría. Aunque existen excepciones, es casi seguro que, si se busca en el basurero, lo más posible es que se encuentre basura. Es cada vez mayor la desolación que siente quien busca interlocutores inteligentes (de esos para los que yo hago mis cosas). No sé cuándo volverán los festivales—los festivalitos, esos raros rincones donde a veces es posible respirar— o las esporádicas proyecciones en ámbitos vecinales. Quizás ya sea un fenómeno del pasado. Se va a extrañar ese íntimo cara a cara donde a veces surgía como milagro la tonificante charla —charla donde generalmente los interlocutores eran viejos. Yo, por mi parte, seguiré filmando. No sé qué, pero seguiré. No sé hacer otra cosa. Por eso tengo que defenderlo. Porque tengo una deuda de respeto hacia a mi sonidista, hacia mi fotógrafo, hacia mi colorista y hacia mí mismo, como artesano. Por eso me niego a que nuestro fino trabajo sea triturado por la “teletón del celular” de aquellos que encuentran aburrido el morirse. Me he comprometido hace tiempo con ese espacio de goce estético que es el cine. Pero, sobre todo, tengo un gran compromiso con aquel curioso, inconformista, rebelde que se mueve lejos del ruido, en uno de esos rincones apartados, para quien he hecho mi trabajo. Ese lugar y esa persona quedan muy lejos del público.